Selección de obras de la exposición La edad dichosa. La infancia en la pintura de Sorolla
Por José Belló Aliaga
En el Museo Sorolla se ha celebrado, hasta el pasado mes de junio, la exposición La edad dichosa. La infancia en la pintura de Sorolla.
De ella informamos convenientemente a nuestros lectores:
El Museo Sorolla presenta la exposición ‘La edad dichosa. La infancia en la pintura de Sorolla’
La muestra, organizada junto a la Fundación Museo Sorolla, ha reunido una selección de piezas para acercar al público a la representación de la infancia en la obra de Sorolla, un tema que acompañó al artista a lo largo de toda su carrera.
Algunas de las piezas se han expuesto por primera vez al público desde principios del siglo XX.
Sorolla, como sus contemporáneos, pintó numerosas obras en las que los más pequeños se erigieron en motivo principal. Son sus maternidades, las escenas de familia, los numerosos retratos infantiles, los cuadros donde los niños representan la ‘alegría del agua’ y son, también, pinturas en las que el maestro se acerca a otros tipos de infancias, menos afortunadas, más duras, marcadas por el trabajo infantil o la enfermedad, pero siempre retratadas con respeto y dignidad.
He seleccionado ahora ocho obras de esta excelente exposición, sin ningún criterio determinado porque cualquiera de ellas podría haber sido elegida. Con ellas he realizado el siguiente vídeo, con música de fondo:
Ocho obras de la exposición “La edad dichosa. La infancia en la pintura de Sorolla”, en el Museo Sorolla
En la próxima publicación de la sección “En vídeos, con música de fondo. Recopilación de obras de arte (11)” seleccionaré ocho obras más, de las que realizaré el correspondiente vídeo, con fondo musical.
1.- El columpio
Benimámet, 1894
Óleo sobre lienzo, 50 x 70 cm.
Colección particular
Dormido plácidamente y mecido por el suave balanceo del sencillo columpio que da nombre a la obra, un rosado bebé descansa disfrutando del frescor que aporta la sombra durante los días de verano. Junto a él, velando su sueño, está su aya, quien, diligente, mueve la cesta con la delicadeza y la atención de quien no desea detener el vaivén que acuna al recién nacido. La mirada tierna y llena de cariño con la que contempla al niño nos hable de la relación establecida entre la anciana y el bebé. El aya, encargada de su crianza y cuidado, cumple solicita su trabajo y va más allá, pues ofrece cariño y todo tipo de atenciones al niño.
En El Columpio encontramos un improvisado homenaje a aquellas mujeres que, con dedicación y ternura, cuidan de los niños ajenos. El marcado contraste entre la piel pálida y el cabello rubio del bebé y la tez morena de la mujer, ajada por el tiempo pasado trabajando bajo el duro sol valenciano, marcan claramente la distinción de clases que sitúan a ambos como señorito y aya.
Sorolla aprovecha el agreste paisaje de Benimámet, entonces ya una pedanía de Valencia, para desplegar un complejísimo y sugerente juego de luz. El centro del cuadro lo ocupa la sombra de un enorme árbol que no vemos, pues apena aparece un fragmento del tronco en el margen izquierdo. La frondosa copa se dibuja en el suelo, a base de sombras salpicadas por luminosos haces de luz filtrada. Sorolla convierte en este cuadro una sencilla escena cotidiana en un verdadero estudio de la captación de la luz. El interés por la luz filtrada había ocupado a Sorolla durante ese verano de 1894 en obras como Constructores de barcos, donde se cuela entre el chamizo de una modesta caseta en la playa o Familia valenciana o Benimámet, donde de nuevo es un gran árbol el que proyecta las sombras y retiene los rayos del sol para crear los juegos de luz filtrada sobre el suelo.
El tema de la cuna-columpio al aire libre debió de gustar especialmente al pintor, pues un año después repite el mismo motivo en el cuadro La mejor cuna. Sorolla lo describe así: “son la madre y un hijo celosillo que empujan para mecerle a otro nene que, dentro de un capazo o espuerta, hace las veces de hamaca; en el fondo se ve el mar, pero muy lejos, todo contra luz y endemoniado de difícil y caluroso”.
El columpio debió de venderse en el mismo taller del pintor, aunque no se conserva el registro documental de su venta. Fue adquirido por el señor Palacios, quién compró también la obra Familia valenciana o Benimámet.

2.- La siesta
1903
Óleo sobre lienzo, 36 x 46 cm
Colección particular
Sorolla y su familia visitaron durante tres veranos seguidos, de 1902 a 1904, el concejo de Muros de Nalón, en Asturias. Aconsejados por el pintor asturiano Tomás García Sampedro, a quién Sorolla había conocido mientras estudiaba en la Academia de España en Roma, y cuya amistad conservará toda la vida, se instalaron en la localidad de Arenas de San Pedro, junto a la desembocadura del rio Nalón.
En Asturias, además de trabajar los paisajes de la localidad, como la desembocadura del rio Nalón y las playas de los Quebrantos y Bayas, y de pintar las construcciones asturianas -hórreos y panearas-, Sorolla se interesa por los trabajos tradicionales de los meses de verano. En Segadora de Asturias pinta la siega de la hierba, que se realizaba aprovechando la temporada con menos lluvias. Una vez cortada, se recogía y transportaba con la ayuda de carretas, como puede verse en Las mieses, Asturias, para después formar los tradicionales almiares o balagares, que son los protagonistas de Paisaje asturiano y que permitían su conservación durante los meses de invierno.
El archivo del Museo Sorolla conserva de todos estos trabajos, además, una interesante serie de fotografías que debieron de adquirirse durante alguna de sus estancias en Asturias y que denotan el interés del pintor por el tema.
La siesta, Asturias, fechado en 1903, representa a dos niños en un momento de descanso de estas labores estivales en las que participaba toda la comunidad, sin distinción de sexo ni de edad. En primer plano, una chiquilla, agotada, se ha quedado dormida sobre una montaña de heno fresco; un poco más al fondo, un joven campesino descansa recostado bocabajo. Con la cabeza apoyada sobre una mano y la mirada perdida entre ensoñaciones, juguetea con una brizna de hierba. La tradicional boina asturiana, que lo abriga y protege del sol, proyecta una sombra violácea que le surca medio rostro. La disposición en zigzag de las figuras conduce la mirada del espectador hacia el fondo, dónde se levanta un enorme almiar tras el que descubrimos una construcción, seguramente la antigua iglesia de San Juan Bautista.
No es esta la primera ocasión en la que Sorolla trabaja el tema de la siesta. En 1895 firma la obra Niño durmiendo en la barca, donde se puede ver a un muchacho dormido, protegido bajo la sombra que proyectan las velas de la embarcación, en una posición muy similar a la de la niña. Posición que repetirá en su gran obra sobre el tema, La siesta. Ya en 2009 Javier Barón apuntaba las similitudes entre la figura principal de este cuadro y la posición de su hija Elena, dormida plácidamente sobre una pradera verde, en el cuadro de 1911. El abandono físico que se produce durante el sueño permite al pintor forzar la posición de las figuras e introducir en las tres obras un juego de diagonales que dota de gran interés a la composición. Una fórmula que Sorolla repite con éxito, pero sin monotonía.

3.- Niña hilando en El Cabañal
Ca. 1904
Óleo sobre lienzo, 46,5 x 64,5 cm
Colección particular
Tras pasar unos meses en Asturias, la familia Sorolla se traslada durante la segunda mitad del verano de 1904 a Valencia, donde el pintor trabaja en la playa del Cabañal y en Alcira. Es este un año de una intensidad frenética para Sorolla, que realiza más de doscientas cincuenta obras, entre las que pueden destacarse algunas muy importantes como Verano o El niño de la barquita.
En 1904 Sorolla se encuentra ya en la cima de su carrera, ha conseguido todos los premios nacionales e internacionales a los que se podía aspirar. Su pintura ha evolucionado con rapidez, ha ganado en seguridad y personalidad. Trabaja entonces indistintamente en grandes composiciones y en pequeños formatos que le permiten experimentar sin mucho trabajo previo. Es el caso de la obra Niña hilando en El Cabañal, un ejemplo de la aproximación de Sorolla al tema del trabajo infantil.
Durante todo el siglo XIX y hasta bien entrado el XX, el trabajo infantil siguió siendo una realidad cotidiana para las clases humildes. Sorolla, que representó siempre con gran dignidad a los trabajadores del mar, cuando pinta a los hijos de estos escoge hacerlo en escenas en las que aparecen disfrutando del agua, tomando el sol en la arena o acompañando a sus padres durante las largas jornadas laborales. Raramente los retrata trabajando, y cuando lo hace se aproxima desde una visión amable, sin critica, como en el caso de esta pequeña niña que, concentrada en su labor, hila junto a la puerta de una casa.
El escenario, una humilde caseta rodeada de aperos y una calle que nos conduce hasta las barcas varadas a la espera de volver a faenar en el mar, nos sitúa en El Cabañal, el barrio valenciano de pescadores por excelencia, donde tantas veces Sorolla trabajó. Ella, inmersa totalmente en el hilado que realiza con la ayuda de tan solo una sencilla silla, posa inadvertida al pintor, que captura así un momento más de la vida diaria de las gentes vinculadas al mar.
El cuadro, de pintura muy ligera, tiene un claro predominio de tonos ocres agrisados con los que Sorolla pinta la calle, la casa o las barcas y que contrastan vivamente con la nota rosa de la falda que viste la niña. Las telas dobladas sobre una cesta y el delantal con el que se protege el vestido sirven una vez más a Sorolla para introducir un foco de luz, de claridad, en el cuadro. La rapidez con que acomete esta obra, la precisión de sus pinceladas, en muchas zonas muy deshechas, demuestra la maestría que había alcanzado su pintura, la seguridad y velocidad con la que pinta a estas alturas de su carrera.
Este cuadro, como reza la dedicatoria, fue regalado “con afecto” por Sorolla a don Manuel López de Sevilla. La obra la heredó su hija María Gracia López quién, a su vez, agradecida por las desinteresadas atenciones para con su familia, se la regaló al cardiólogo sevillano don Manuel Vela. El cuadro había permanecido inédito hasta el año 2010, momento en el que fue subastado en la capital andaluza e incluido en el catálogo razonado sobre el artista que prepara Blanca Pons-Sorolla.

4.- Mi familia
1901
Óleo sobre lienzo, 185 x 159 cm
Procedencia: donación del pintor al Ayuntamiento de Valencia
Hacia finales de 1900, Sorolla realiza en la obra Mi familia un claro homenaje a sus seres queridos, presentes de forma ininterrumpida en su abundante producción retratística. Ante nuestros ojos, su mujer, Clotilde, domina la estancia en, de pie, posa su mano derecha sobre el respaldo de la silla en la que está sentada Elena. Joaquín, también sentado, dibuja a Elena, la benjamina, mientras que la mayor, María, de pie, le sujeta la tablilla sobre la que se apoya.
A partir de una fotografía de los Sorolla tomada en 1901 por su suegro, el fotógrafo Antonio García Peris, el pintor desarrolla esta escena familiar, que no resulta del todo artificial si se tiene en cuenta que de manera temprana fomentó en sus hijos el interés por las artes plásticas, y enseña a los dos mayores las bases de la pintura. Aunque en la escena solo Joaquín sigue los pasos de su padre, en el gesto de María puede percibirse su conocimiento del arte del dibujo, pues aparece evaluando y guiando los progresos de su hermano.
Sorolla le comenta lo siguiente a su amigo Pedro Gil en una carta de este año: “Ahora he empezado un cuadro grande en que retrato a toda mi familia; yo también salgo”.
Este lienzo será el único en el se puede contemplar al grupo familiar al completo, gracias al artificio de un espejo rectangular en el fondo de la escena, recurso que Sorolla ya había utilizado con anterioridad. Emulando a Las meninas, desliza su autorretrato en el reflejo, para así poder ser parte, de manera indirecta, de este grupo. El juego de miradas y el recurso del espejo nos guían desde Clotilde y Elena, observada por sus dos hermanos mayores, al pintor, y de este nuevamente a toda la familia, lo que crea una sensación de unidad en la que se atrae y excluye a partes iguales al espectador.
Al igual que Velázquez, Sorolla se autorretrata, paleta en mano, enfatizando ante todo su carácter de artista. A pesar de que la correspondencia entre él y su esposa o la fotografía antes mencionada muestran que Sorolla fue un padre afectuoso y atento, en este retrato prefiere presentarse ante la crítica y el público como un pintor que con gesto profesional contempla y evalúa el resultado de su trabajo.
La influencia del pintor sevillano en esta obra es evidente y no pasó desapercibida a la crítica que comentaba la Exposición Nacional de 1901 en la que se vio el cuadro. Los críticos alabaron su esmerada técnica en el modelado de los rostros y las carnaciones, la gradación de la luz o el empleo de una paleta a base de intensos rojos, blancos y negros- visible en la indumentaria de los retratados-, con los que dota a la escena de profundidad.
Gran conocedor de la obra del pintor barroco, al que había estudiado en su juventud, sobre todo en sus visitas como copista al luego Museo Nacional del Prado, Sorolla plasma en este lienzo su admiración por el maestro, especialmente por Las meninas, aunque con un “dejo lejano, muy lejano”, en comparación con otras obras de la misma época como puede ser María Figueroa vestida de menina. Esa huella se aprecia igualmente en otros retratos de grupo algo posteriores a este, como La familia de don Rafael Errázuriz Urmeneta o Lucrecia Arana y su hijo.
La obra Mi familia fue donada por Sorolla al Ayuntamiento de Valencia en 1910 como reconocimiento a la ciudad que le había nombrado hijo predilecto.

5.- El beso
1899
Óleo sobre lienzo, 77 x 100 cm
Colección particular
Entre los años 1890 y 1895, el matrimonio Sorolla engendra a sus tres hijos: María Clotilde- su familia y su circulo más cercano siempre la llamarán María-, Joaquín y la benjamina de la casa, Elena- que, con la edad y madurez, pasará de Elenita a Helena-. A partir del nacimiento de su primogénita, y durante el resto de su vida, Joaquín Sorolla deberá compaginar sus dos pasiones: la pintura y su familia. Un excelente punto de encuentro para ambas serán los retratos familiares y, en este caso concreto, los de su prole, a la que retratará desde su más tierna infancia.
Las obras que realizará en los años siguientes al alumbramiento de sus tres hijos son un fiel reflejo de lo que Sorolla está viviendo en la intimidad de su hogar, desde la preocupación por el bienestar de los suyos hasta la inconmensurable alegría de la paternidad.
Los tres infantes se convierten en una constante durante sus largas horas de trabajo, bien como compañía, bien como aderezo circunstancial y anecdótico en la composición de algunas escenas, como en A bordo del falucho. No obstante, en otras ocasiones son los rostros de sus hijos los que dan vida al lienzo. Se convierten en el primer modelo y la principal representación de multitud de sus obras. Retrata a María, Joaquín y Elena en infinidad de momentos a lo largo de su vida.
El retrato de la menor de los retoños del pintor se distancia de los de sus hermanos mayores tanto por el formato y la pincelada como por la espontanea acción de sus protagonistas.
Elena, en El beso, a diferencia de sus hermanos, aparece de perfil sin mirar a su padre, pero es probable que estuviera obedeciendo la petición del pintor de besar un busto infantil de bronce. Sorolla capta el instante decisivo en el que la niña posa tiernamente sus manos y labios sobre el estático rostro de Margheritina. Tras el entrelazado gesto entre las dos pequeñas, se atisba una mesa adornada con flores rosas y papeles, perteneciente al estudio de la casa Sorolla- actualmente la sala II del museo.

6.- La hora del baño
Valencia, 1904
Óleo sobre lienzo, 84 x 119 cm
Colección Esther Koplowitz
Esta obra, desarrollada en su Valencia natal durante el prolífico verano de 1904, representa la síntesis perfecta de tres de las temáticas que ensalzaron a Joaquín Sorolla a las más altas cotas del éxito internacional: el reconocimiento a los pescadores que faenan, la alegría de los niños jugando al aire libre disfrutando del sol y de las olas del mar y el magnífico tratamiento de la luz. La primera comienza cuando Sorolla abraza el costumbrismo marinero a partir de la segunda mitad de la década de 1890, en obras como La vuelta de la pesca.
A partir de este momento, se multiplicarán las obras en las que el pintor pone el acento en los pescadores que trabajan en el mar, trayendo y llevando las barcas arrastradas por los animales. En La hora del baño se aprecia el tema de los bueyes que mueven una embarcación en una composición que es idéntica a la que había pintado un año antes en Toros en el mar, a la vez muy parecida a la de Sol de la tarde. A diferencia de estos cuadros, en los que solo vemos a fornidos pescadores acompañando a los animales de carga, el protagonismo de La hora del baño se comparte con un gran grupo de niños, que son quizá los verdaderos personajes destacados de la escena, al quedar en primer término y ser más numerosos.
No en vano, aparecen muchos chiquillos, algunos juegan despreocupados en el agua; a los demás, cuando llegan a la orilla, los recoge una niña que, en actitud maternal, se ocupa de arroparlos. Ella podría estar encarnando así la figura de la madrecita, tema muy común en la España de entresiglos personificado por las jóvenes que actúan como sustitución y relevo de la madre ausente. A diferencia de los varones, que se están bañando desnudos, ella viste una bata rosa, parecida a las que llevan las muchachas de Niños a la orilla del mar o Después del baño. Valencia. La joven porta una deslumbrante tela blanca con la que secar los cuerpos de los pequeños bañistas cuando estos se cansen de jugar. El paño capta la mayor parte de la luminosidad del cuadro, en el que también destacan los reflejos que la luz temprana de la mañana genera en el agua, efecto parecido al que se aprecia en Niña en el mar plateado.
El mismo motivo, una figura maternal que extiende un tejido blanco para acoger a un bebé al salir del agua, es el protagonista absoluto del desaparecido El baño o Viento de mar. Imponente cuadro que se destruyó durante el incendio del Jockey Club de Buenos Aires en 1953, y del que el Museo Sorolla conserva un estudio.
No es de extrañar que la obra gozase de gran éxito desde el momento de su realización. Así, el mismo año en que fue pintado el cuadro, se expuso en Buenos Aires, donde lo adquirió Carlos Mayer, gracias a José Artal, que había actuado de intermediario, encargándole el cuadro a Sorolla. Del mismo año 1904 existe otro cuadro del mismo título que Pantorba atribuye al número 1483 de su catálogo y que no debe confundirse con este.

7.- Retrato de la niña Ana María de Icaza y de León
Madrid, 1905
Óleo sobre lienzo, 50 x 60 cm
Colección particular
Sorolla debió de pintor los retratos de las hermanas Ana María y María Luz de Icaza y de León a principios del año 1905 por encargo del padre de las niñas, Francisco de Asís de Icaza. Aunque entonces esta familia residía en Berlín, a donde se habían trasladado en 1904, al ser nombrado el señor Icaza ministro plenipotenciario en Alemania, los retratos debieron de realizarse en el estudio que Sorolla tenía en la calle Miguel Ángel. La prensa local publica noticias sobre la vida social del matrimonio Icaza en febrero de ese año, por lo que es seguro que la familia estuvo en Madrid.
El archivo del Museo Sorolla conserva dos cartas de Francisco A. de Icaza a Sorolla que ofrece interesantes detalles sobre el encargo de estos dos retratos y la manera de trabajar de Sorolla. En la primera, fechada el 29 de abril, escribe Icaza: “recuerde usted mi buen amigo que gracias a sus excepcionales facultades hizo las cabezas de las chicas en dos sesiones de poco más de una hora y que partió de usted, bondadosamente, la iniciativa de pintar la segunda como obsequio para mi mujer”.
La rapidez de Sorolla pintando y, concretamente, realizando retratos se documenta en numerosas ocasiones. Así, por ejemplo, cuando en ese mismo año de 1905 acomete La familia de don Rafael Errázuriz Urmeneta, solo necesita doce sesiones para retratar a las ocho personas que componen el grupo familiar, por lo que no debe sorprender que pudiera realizar estos dos retratos en apenas dos horas. La velocidad a la hora de pintar resultaba fundamental en el trabajo del artista, él mismo confesaba a Amalio Gimeno: “Hay que pintar deprisa porque ¡cuánto se pierde, fugaz, que no vuelve a encontrarse”. Y esta habilidad, que perfeccionó a lo largo de su carrera, fue fundamental a la hora de retratar niños, los modelos más inquietos, menos estáticos. Sin duda, un par de horas fueron suficientes para captar, con naturalidad, la expresión de dos niñas de apenas uno y cuatro años.
En la segunda carta que se conserva, Icaza ofrece más información sobre el pago de las obras, algo que debió de generar cierta tensión entre ambos: “Puede usted enviar cuando guste su recibo por las mil pesetas, precio que asigna a la cabeza que hizo usted con mi anuencia. En cuanto a la otra que según las palabras de usted de antes “iba a permitirse obsequiarnos”, de acuerdo con sus deseos de ahora está a su disposición”. Finalmente se sabe, pues así se recoge en el cuaderno familiar de ventas, que Icaza pagó mil pesetas por uno de los dos retratos y Sorolla regaló el segundo a Beatriz de León, madre de las niñas.
Ambos cuadros son un buen ejemplo de las mejores facetas de Sorolla como retratista. Muy similares en tamaño y en características, pues ambos presentan a las retratadas en un marcado primer plano, vestidas de blanco y mirando directamente al espectador, y en ambos se escoge un fondo neutro de colores pardos que entronca con la tradición del retrato español. Sin embargo, son dos cuadros totalmente diferentes, pues la personalidad de ambas niñas, la expresión en las miradas que atrapan al espectador es completamente distinta. Sorolla en apenas una hora, ha sabido recoger el carácter y la psicología de las retratadas, no necesita más tiempo, ni seguramente, tratándose de modelos de tan corta edad, dispone de él.
Ana María de Icaza fue la cuarta de los cinco hijos que tuvo el matrimonio Icaza. Nació en 1901 en Madrid y vivió con sus padres en Berlín y en México. Al estallar la Guerra Civil, se refugió con su familia en San Sebastián, dónde trabajó de enfermera en Irún. Allí conoció al doctor Ricardo Garelly de la Cámara, reputado pediatra con quien contrajo matrimonio y tuvo dos hijas. Falleció con ochenta y seis años en 1987. Sorolla la retrata a la edad de cuatro, sentada en una silla y sin timidez, mirando directamente al pintor. Las fotografías conservadas en colección particular permiten ver la destreza con la que el pintor ha captado su mirada, la expresión de su rostro, que aparece envuelto por las pinceladas rápidas pero certeras con las que traza los encajes del vestido, los lazos del peinado y el collar de coral, que hace juego con sus labios y con el tono que elige para escribir “ANITA” en el margen superior derecho.

8.- Elenita en su pupitre
1898
Óleo sobre lienzo, 90 x 83 cm
Colección particular
Sobre un fondo de tejido rojizo oscuro se dibuja la figura de Elena García, sentada en una silla y apoyada en un pupitre de madera, en cuya superficie descansan hojas en blanco y útiles de escribanía. La niña, que en este momento tenía unos tres años, aparece ataviada con un vestido blanco lleno de detalles en los que se entretiene la pincelada del pintor, como puntillas y lazos.
Sorolla se detiene especialmente en el rostro de su hija, muy dibujado y más acabado que otras partes de su cuerpo que le interesan menos, como los brazos. Es su cara, además, la zona del cuadro que más luz recibe del foco que proviene de la derecha, lo que hace que su cuerpo se refleje levemente sobre el pupitre, al tiempo que se proyectan sombras en la parte inferior e izquierda de la tela.
Elena sostiene entre sus manos un lapicero, necesario para tomar las primeras lecciones o para entretenerse dibujando. En el archivo del Museo Sorolla, se conserva un listado de las obras que el pintor seleccionó para que se exhibieran en la Galería Georges Petit de París en 1906. En ese listado aparece el asiento de Elena dibujando. Se sabe que Elenita en su pupitre participó en esta muestra y así aparece en fotografías de las salas. Si la obra del cuaderno se refiere en realidad a Elenita en su pupitre, en ese caso Elena no estaría estudiando sino dibujando.
Del año del cuadro se conserva una carta en la que se da cuenta de cómo los hijos del matrimonio Sorolla, en especial la pequeña Elena, eran muy inquietos, al punto de no poder instruirlos Clotilde algunos días: “Los nenes muy bien, María ha dibujado esa barca y el nene no ha querido hacer nada, están muy enjugazados- valencianismo derivado de “juego”- , algunas mañanas no puedo ni darles lección de distraídos que están y eso que les doy de premio 5 céntimos, hoy han sido muy buenos y les he dado 10, en cambio anteayer estuvieron castigados. Elena está hecha una zulú, todo lo quiere y en cuanto no se lo dan a formar rabieta”. Esté estudiando o dibujando, la pequeña parece muy forman en su pupitre, si bien la forma de sentarse en la silla, sin apoyarla del todo en el suelo, así como su cara traviesa, dejan entrever su carácter inquieto.
Aun con aire de presunta espontaneidad, ya que parece que hemos interrumpido a la chiquilla en su aplicada acción, el cuadro en realidad es un maravilloso ejemplo de retrato posado que tuvo que ser desarrollado en varias sesiones, todas las que permitiera el carácter revoltoso de la modelo.
Conocemos por las fotografías y por los dibujos y pinturas de Sorolla que sus hijos recibieron una temprana educación. Cuando Elenita ya manejaba correctamente las letras, esta solía escribir a su padre contándole sus progresos en la escuela: “Hoy hemos dado clase por la mañana de francés, zoología, hemos hablado del gato y de qué costumbres tiene y de vértebras, o sea, los huesos de la espalda por dónde va la médula. Por la tarde hemos dado clase de escritura de muestra y además de Historia del Arte, de cómo hacían las pirámides …”. Al pintor le divertían los avances de la pequeña y así se lo hacía saber a Clotilde cuando estaba lejos de casa: “su carta es una monada de bien explicado todo, y que me proporciona un gran gusto contándome todo lo que hace”.
Elenita en su pupitre, o simplemente Elenita. Como lo cataloga Pantorba, es un portentoso retrato de la hija del pintor que obtuvo gran éxito de público y crítica. Aparece reproducido en el número extraordinario dedicado al artista de la revista Hispania de 1901, con el título Retrato de mi hija. La obra perteneció a la retratada y estuvo varios años en depósito en el museo tras la muerte del artista.

José Belló Aliaga