La Covacha de los Reyes Magos en Trillo

En el año 90 comenzaron las obras de circunvalación a Trillo. La carretera renegreó de asfalto una parte del antiguo caminito de la Barca. Detrás vino el puente nuevo y con él, el tráfico, denso y pesado. En una esquinita, a pocos pasos de la calzada por donde los coches pasan como centellas, hay una peña, negra de corazón blanco, cuyo nacimiento permite el cobijo, ya inútilmente, puesto que el progreso la ha convertido en inaccesible. Sólo los niños de hace muchos años conocen este rincón como la Covacha de los Reyes Magos.

El Camino de la Barca, fresco paseo de verdor a la vera del río, comenzaba al final de la calle San Martín. Tenía un halo mágico, pues enseguida encontraba las aguas del Tajo, nunca iguales. Pero no sólo por eso. Conducía al cine de verano, en el Sanatorio, donde muchas tardes de julio y agosto los niños imaginaban ser los héroes épicos de las películas de entonces magnificadas por la ausencia frecuente de la televisión. Tampoco ninguno de estos trillanos ha olvidado que por su discurrir se llegaba a la Covacha.

Hoy, al escuchar hablar a los abuelos, queda la sensación de que la escasez, rayana muchas veces en la dureza, de los tiempos del blanco y negro dejaba menos sitio en las casas al cariño. “La letra con sangre entra”, viejas historias de maestros de corazón encallecido, padres con pocos miramientos… Desempolvar esta vieja historia de la Covacha de Trillo descubre una realidad menos dura. Verán. Cuando estos hombres y mujeres del pueblo, ya medio centenarios todos, eran tan sólo unos mocosos de menos de diez años, creían a pie juntillas en los Magos que venían del lejano Oriente. Unos días antes de las Navidades, en la Escuela, escribían con la mejor de sus caligrafías su carta a los Reyes. Ensobrada su ilusión, la depositaban con cuidado, no fuera a ser que se perdiera en su largo camino. Muchas llevaban hasta sello para darle oficialidad al asunto. El buzón estaba cerca del puente, donde ahora Leandro tiene su almacén.

En pocas líneas se resumía lo que querían los pequeños de entonces. No había la variedad casi exasperante de juguetes que hay ahora, ni esos interminables catálogos cuya última página es una carta prediseñada con el sitio justo para apuntar una referencia. Labor de los padres era conseguir que sus hijos acabaran pidiendo lo que ellos buenamente habían podido comprar en la feria de Cifuentes y que guardaban, como oro en paño, a buen recaudo en algún lugar de la casa. “Nunca supimos dónde escondían nuestros regalos. El caso es que nunca descubrimos un juguete antes de tiempo”, recuerda una de aquellas niñas. Los mayores sugerían sabiamente, en el momento preciso, lo que habían comprado, buscando la segura confirmación en la ilusión de sus hijos. “¿Qué quieres hija, una muñeca?. Me preguntaba mi padre. Sí, sí, eso quiero. Respondía yo, soñadora de mí, cuando hacía ya meses que la tenía escondida”. Todo estaba preparado al llegar la víspera de los Reyes Magos.

Esa mañana, el día 5 de enero, empezaba el desfile de los muchachillos por el Camino de la Barca hasta la Covacha de los Reyes Magos. Todos llevaban cestas cuidadosamente preparadas con paja, avena, cebada o trigo. No faltaba quien se acordaba de dejar bien llenos unos cubos de agua. Así, camellos y caballos podrían esa noche abrevar y comer, y los reyes tomarse un respiro en su labor de ir casa por casa, no fuera a ser que se quedara algún regalo sin llegar por acumulación de cansancio, por muy Magos que fueran los Reyes. A la caída de la tarde, el tío Bernabé, Don Teodoro y algún otro hombre más subían su mejor voluntad en un caballo o mula, vestidos de Magos con barbas pintadas o postizas. “Yo nunca reconocí a ninguno de ellos. Creía a pie juntillas que acababan de llegar desde Oriente”. Y quien lo cuenta se ha vuelto niña de nuevo. Habla con emoción. En la misma conversación está su hermana mayor, que recuerda con menos magia aquellos momentos. Su niñez, más cercana a la escasez de los años después de la guerra, no dio siquiera para muñecas. Con las primeras bonanzas, su infancia bajaba ya por el Tajo camino de Portugal.

Terminada la cabalgata, las familias se recogían en casa para cenar. En muchas, en lo que aparecía padre, llovían caramelos por la chimenea. Sabían a gloria porque habían guardado lo mejor de su dulzura para esa noche. Entonces alguien decía “mirad cómo van por ahí, volando”, mientras la chiquillería apuraba los últimos regalos llovidos del cielo en el fogón. “Me asomaba corriendo a la ventana, y, han pasado muchos años, pero yo diría que una vez los vi”, dice nuestra protagonista. Los niños, encandilados, se metían en la cama de sábanas frías sin poderse dormir en un rato largo, hasta que conciliaban un sueño primero nervioso y luego profundo. Limpia la calle de chiquillería, alguien iba siempre a quitar la paja y la avena, para aparentar que los señores de oriente habían aceptado el regalo. ¿O no iba nadie y desaparecía?

Cuanta ilusión acogió esa peña blanca y negra. A la mañana siguiente el fogón amanecía con una muñeca de trapo, cuadernos, lápices, gomas de borrar o con el cabás o cartera de madera que se estilaba entonces. Unas nueces y dulces adornaban la escena. “Bajábamos de la Escuela dándole patadas al cabás casi hasta llegar a casa...”, y juntas se ríen las hermanas. Ahora la Covacha de los Reyes Magos sólo es testigo del fugaz paso de los coches. Los tiempos han cambiado, pero los Señores del Lejano Oriente siguen llegando a Trillo en camellos y caballos…

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