La Rincona
El maleficio del chorizo
Debe ser el maleficio de la carrera del chorizo, porque cuatro de los cinco hermanos Correal (quizás un cordón sanitario entre Valencia y Albacete libró a mi hermano Quique) hemos sido objeto de diferentes percances casi coincidentes en el tiempo después de faltar por primera vez en varios años a la carrera más antigua del atletismo manchego. Un médico imaginario nos recetaría correr las quince próximas ediciones, para lo que nos iremos preparando. Mis hermanos Juan y Blas han corrido la media maratón de Torremolinos y Quique la de Alcira. Los extremos, el primogénito y el benjamín, nos hemos quedado de observadores imparciales.
Bromas aparte, echa uno en falta esa escala donde moraron sus raíces. Más de una vez he escrito que no necesito volver a Puertollano porque nunca me fui. Esta noche, a la salida del periódico, una pareja con pinta de recién casados se me acercó y él, con cierto sonrojo rayano en la vergüenza, protegido por una tímida sonrisa, me preguntó que por dónde se iba a la Giralda. El periódico está a treinta metros de la calle Sierpes, cuyo extremo sur desemboca en esa visión por la que cientos de miles de turistas se gastan cientos de miles de euros para pasar por esta ciudad. Les indiqué el camino y le dije al muchacho que no tenía nada de qué avergonzarse, que no era ninguna mácula no saber dónde estaba la Giralda; a mí me pasaría lo mismo con el monumento más singular de Florencia o Budapest la primera vez que visitara estas ciudades. Sois unos afortunados, le dije para que encima le encontraran un sabor romántico a su paseo, porque al no haberla visto nunca (la Giralda) os va a sorprender más. Cada vez que yo veo la Giralda es como si la viera por primera vez. Y eso que cada vez que subo a tender la ropa a la azotea de mi casa le hago un gesto taurino con la mano y le doy los buenos días o las buenas tardes. Porque me sigue sorprendiendo.
Pensaba al despedir a la pareja camino de la Giralda que no he conseguido quitarme el prisma de visitante. Si uno no es de un sitio (de Sevilla), lo será de otro (de Puertollano). Es una ecuación algo forzada. Son muchos años, pero el tiempo no ha mermado esa adicción. No es nostalgia, no es añoranza del pasado, no es querer recuperar un tiempo tan perdido como el de Proust. O al menos empatado. Es otra cosa. Yo vivo en una ciudad en la que he tenido tres hijos, cuatro periódicos, diez libros, once mudanzas, cientos y cientos de entrevistas, varios premios profesionales, miles de páginas con la rúbrica de mi nombre. He asistido a unas cuantas bodas, a más entierros, conozco a mucha gente que me saluda por la calle, que me aprecia, que me lee, que me estima o que simplemente le suena mi cara. Es mi ciudad, evidentemente. Pero es increíble que con la fuerza que tiene esta ciudad, un ciclón de imágenes, que ha inspirado tan buenas óperas y tan lamentables novelas, parnaso de toreros y de pintores, epicentro de la picaresca, perdición de quienes creyeron ganarla, no haya eclipsado a otra ciudad más limitada en población, en atractivos turísticos, en guiños literarios. Ésa es la fuerza de la infancia. Ya se sabe que a los niños los echan de todas partes, pero no se van de ninguna. Y a un niño es imposible comprarlo con una postal, con una leyenda, con la coartada de las ciudades superlativas.
Para mí tan portentosa es la visión de la Giralda como la de la Fuente Agria, la de la torre del Oro como la de la chimenea cuadrá. Sé que salvo por razones laborales (antaño futbolísticas) nadie coge en Sevilla el AVE para hacer turismo en Puertollano. Igual la cosa cambia con su inclusión en la ruta Pedro Almodóvar. Que parece un homenaje a mis ancestros. Esa ruta tendrá como sedes Calzada de Calatrava, la cuna del cineasta y de mi abuela Carmen; Almagro, donde se jubiló como panadero mi abuelo Andrés; Granátula de Calatrava, la patria chica de Mari Carmen, una maestra de escuela que era la mejor amiga de mi tía Encarni; y Puertollano, donde cuando se marcharon a Ciudad Real mi tío Ramón y mi tía Carmen yo me quedé sin parientes. Aparentemente, porque el recuerdo es un árbol genealógico donde las estirpes se tienen y se sueñan.